martes, 6 de marzo de 2012


 Para contar historias

Gabriel García Márquez

Empiezo por decirles que esto de los talleres se me ha convertido en un vicio. Yo lo único que he querido hacer en mi vida -y lo único que he hecho más o menos bien- es contar historias. Pero nunca imaginé que fuera tan divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí la estirpe de los griots, de los cuenteros, de esos venerables ancianos que recitan apólogos y dudosas aventuras de Las mil y una noches en los zocos marroquíes, esa estirpe, es la única que no está condenada a cien años de soledad ni a sufrir la maldición de Babel. Era una lástima que nuestro esfuerzo quedara confinado a estas cuatro paredes, a los contados participantes de uno u otro taller. Bueno, les anuncio que muy pronto romperemos el cascarón. Nuestras reflexiones y discusiones, que hemos tenido el cuidado de grabar, se transcribirán y serán publicadas en libro, el primero de los cuales se titulará Cómo se cuenta un cuento. Muchos lectores podrán compartir entonces nuestras búsquedas y además nosotros mismos, gracias a la letra impresa, podremos seguir paso a paso el proceso creador con sus saltos repentinos o sus minúsculos avances y retrocesos.
Hasta ahora me había parecido difícil, por no decir imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la imaginación, sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso en que salta la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer eso. Uno podrá volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de que a partir de ahí -de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada sugerencia- fue cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y se encauzó definitivamente.

Una de las confusiones más frecuentes, en cuanto al propósito del taller, consiste en creer que venimos aquí a escribir guiones o proyectos de guión. Es natural. Casi todos ustedes son o quieren ser guionistas, escriben o aspiran a escribir para la televisión y el cine, y como esto es una escuela de cine y televisión, precisamente, es lógico que al llegar aquí mantengan los hábitos mentales del oficio. Siguen pensando en términos de imagen, estructuras dramáticas, escenas y secuencias, ¿no es así? Pues bien: olvídenlo. Estamos aquí para contar historias. Lo que nos interesa aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento. Me pregunto, sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de que el mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, así como, en un sentido más amplio, se divide entre los que cagan bien y los que cagan mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran bien y los que obran mal, para usar un piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la aptitud pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia... Eso sí: posee lo principal. Es algo que recibió de la familia, probablemente no sé si por la vía de los genes o de las conversaciones de sobremesa. Esas personas que tienen aptitudes innatas suelen contar hasta sin proponérselo, tal vez porque no saben expresarse de otra manera. Yo mismo, para no ir más lejos, soy incapaz de pensar en términos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista cómo veo el problema de la capa de ozono o qué factores, a mi juicio, determinarán el curso de la política latinoamericana en los próximos años, y lo único que se me ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho más fácil, porque además de la vocación tengo la experiencia y cada vez logro condensarlos más y por tanto aburrir menos.

La mitad de los cuentos con que inicié mi formación se los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años y nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas narrativas, ni de nada de eso, pero sabía preparar un golpe de efecto, guardarse un as en la manga mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos del sombrero. Recuerdo cierta vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar a un tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su cuento tan campante, sin volver a hablar de él, hasta que casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo el tipo -ahora en primer plano, por decirlo así-, y todo el mundo boquiabierto, y yo preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa técnica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí, las historias son como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si a un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas, empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería la expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran las condiciones para que el talento se desarrollara a lo largo de toda una vida, estaríamos descubriendo uno de los secretos de la felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo único que realmente me gustaba era contar historias, me propuse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza por otro lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y novelas, que era lo que a mí me interesaba. Al final del cuarto año de bachillerato -un poco tarde, por cierto- descubrí una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la clase después no tiene que estudiar ni estar con la angustia permanente de las preguntas y los exámenes. A esa edad, cuando uno se concentra lo absorbe todo como una esponja. Cuando me di cuenta de eso hice dos años -el cuarto y el quinto- con calificaciones máximas en todo. Me exhibían como un genio, el joven de 5 en todo, y a nadie le pasaba por la cabeza que eso yo lo hacía para no tener que estudiar y seguir metido en mis asuntos. Yo sabía muy bien lo que me traía entre manos.

Modestamente, me considero el hombre más libre del mundo -en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos con nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a unos amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la ducha y, mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía dándome vueltas en la cabeza desde hacía varios días... Es decir, padezco de la bendita manía de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un nuevo personaje... ¿No es eso lo que hacen también los escritores cuando leen a otros escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber cómo están escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las piezas en orden, aísla un párrafo, lo estudia, y llega un momento en que puede decir: “Ah, sí, lo que hizo éste fue colocar al personaje aquí y trasladar esa situación para allá, porque necesitaba que más allá...” En otras palabras, uno abre bien los ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los trucos del mago. La técnica, el oficio, los trucos son cosas que se pueden enseñar y de las que un estudiante puede sacar buen provecho. Y eso es todo lo que quiero que hagamos en el taller: intercambiar experiencias, jugar a inventar historias, y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego.

Éste es el sitio ideal para intentarlo. En una cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde uno ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando lo superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un callejón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy complejas o elaboradas, porque la gracia del asunto consiste en partir de una simple propuesta, no cuajada todavía, y ver si entre todos somos capaces de convertirla en una historia que, a su vez, pueda servir de base a un guión televisivo o cinematográfico. A las historias para largometrajes hay que dedicarles un tiempo del que ahora no disponemos. La experiencia nos dice que las historias sencillas, para cortos o mediometrajes, son las que mejor funcionan en el taller. Le dan al trabajo una dinámica especial. Ayudan a conjurar uno de los mayores peligros que nos acechan, que es la fatiga y el estancamiento. Tenemos que esforzarnos para que nuestras sesiones de trabajo sean realmente productivas. A veces se habla mucho pero se produce poco. Y nuestro tiempo es demasiado escaso y por tanto demasiado valioso para malgastarlo en charlatanerías. Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación, entre otras cosas porque aquí funciona también el principio del brain-storming hasta los disparates que se le ocurren a uno deben tomarse en cuenta porque a veces, con un simple giro, dan paso a soluciones muy imaginativas.

No se concibe al participante de un taller que no sea receptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, hay que estar dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde está la frontera entre lo permisible y lo inaceptable? Nadie lo sabe. Uno mismo la fija. Por lo pronto uno tiene que tener muy claro cuál es la historia que quiere contar. Partiendo de ahí, tiene que estar dispuesto a luchar por ella con uñas y dientes, o bien, llegado el caso, ser suficientemente flexible y reconocer que tal como uno la imagina, la historia no tiene posibilidades de desarrollo, por lo menos a través del lenguaje audiovisual. Esa mezcla de intransigencia y flexibilidad suele manifestarse en todo lo que uno hace, aunque a menudo adopte formas distintas. Yo, por ejemplo considero que los oficios de novelista y de guionista son radicalmente diferentes. Cuando estoy escribiendo una novela me atrinchero en mi mundo y no comparto nada con nadie. Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué? Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o considero casi terminada una primera versión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y les paso los originales a unos pocos amigos. Son amigos de muchos años, en cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que sean los primeros lectores de mis obras. Confío en ellos no porque acostumbren a celebrarlas diciendo qué bien, qué maravilla, sino porque me dicen francamente qué encuentran mal, qué defectos les ven, y sólo con eso me prestan un enorme servicio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que escribo podrán leerme con más calma cuando ya el libro esté editado; los que son capaces de ver también defectos, y de señalármelos, ésos son los lectores que necesito antes. Claro que siempre me reservo el derecho de aceptar o no las críticas, pero lo cierto es que no suelo prescindir de ellas.

Bueno, ese es el retrato del novelista ante sus críticos. El del guionista es muy diferente. Para nada se necesita más humildad en este mundo que para ejercer con dignidad el oficio de guionista. Se trata de un trabajo creador que es también un trabajo subalterno. Desde que uno empieza a escribir sabe que esa historia, una vez terminada, y sobre todo, una vez filmada, ya no será suya. Uno recibirá un crédito en pantalla, cierto -casi siempre mezclado con solícitos colaboradores, incluido el propio director- pero el texto que uno escribió ya se habrá diluido en un conjunto de sonidos e imágenes elaborado por otros, los miembros del equipo. El gran caníbal es siempre el director, que se apropia de la historia, se identifica con ella y le mete todo su talento y su oficio y sus huevos para que se convierta finalmente en la película que vamos a ver. Es él quien impone el punto de vista definitivo, y en ese sentido es mucho más autoritario que los guionistas y los narradores. Yo creo que quien lee una novela es más libre que quien ve una película. El lector de novelas se imagina las cosas como quiere -rostros, ambientes, paisajes...- mientras que el espectador de cine o el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen que le muestra la pantalla, en un tipo de comunicación tan impositiva que no deja margen a las opciones personales. ¿Saben ustedes por qué no permito que Cien años de soledad se lleve al cine? Porque quiero respetar la inventiva del lector, su soberano derecho a imaginar la cara de la tía Úrsula o del Coronel como le venga en gana.

Pero, en fin, me he alejado bastante del tema, que no es ni siquiera el trabajo del guionista, sino lo que podemos hacer para seguir alimentando la manía de contar, que todos padecemos en mayor o menor grado. Por lo pronto, tenemos que concentrar nuestras energías en los debates del taller. Alguien me preguntó si no sería posible matar dos pájaros de un tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía submarina que se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me parecía una buena idea. Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes.

FIN

DEL EJERCITO ARGENTINO Y LAS FOSAS COMUNES (INCONCLUSO)


DEL EJERCITO ARGENTINO Y LAS FOSAS COMUNES

I.-  Es verano, y como todos los veranos en la cordillera norte el sol inflama el aire que quema las gargantas de los obreros.
Algunos días atrás se habían iniciado las primeras tareas en la obra para el nuevo edificio del Instituto de Seguridad Social.
Roberto, el encargado supervisa que todo vaya bien y que las excavaciones para los cimientos se realicen correctamente.
La retroexcavadora va y viene socavando las zanjas donde se fundará la construcción, amontonando la tierra excedente a un costado del terreno, contra el alambre tejido que lo separa de la propiedad vecina.
Rogelio tira con pericia de las palancas de la máquina que va dejando a su paso una pozo perfectamente recto.
Dos obreros más colaboran perfilando con prolijidad el hueco, quitando con paciencia los restos que la pala mecánica no alcanza a sacar.
Repentinamente uno de ellos, el más joven, interrumpe las labores contemplando con ojos desorbitados el fondo de la excavación; justo enfrente suyo brota de la tierra removida la forma inconfundible de una calavera....

II.-. Las tropas a cargo del General Uriburu, han alcanzado a Baigorrita, que con los restos de sus seiscientos indios de pelea y sus familias, ha emprendido el camino del destierro, antes de pensar en entregarse.
MANUEL BAIGORRIA, alias BAIGORRITA, tiene en ese momento cuarenta y tantos años, es el hijo del cacique PICHUN, ya fallecido, y su nombre le viene de su padrino, el coronel MANUEL BAIGORRIA, quién vivió más de veinte años entre los RANQUELES, a los que inició en la agricultura y le transmitió costumbres sedentarias y el uso de los utensilios cotidianos para vivir mejor.
BAIGORRITA, es pobre y un romántico aficionado a las mujeres. Tiene reputación de valiente, también de manso y jugador.
Le pesa el gran prestigio militar entre los indios y lo lleva valientemente en hombros. De costumbres sencillas, vive modestamente.
Es de mañana, la bruma lo rodea, el grupo marcha por la otra orilla del río AGRIO. Los milicos lo acosan, buscan el vado que conoce de antaño. Los militares guardan pocas esperanzas de alcanzarlos.
De pronto algo sucede entre la indiada en retirada.
La indiada al mando del caciquejo vacila, deciden pegar la vuelta. Baigorrita ordena al grupo, alzando las lanzas y a grito pelado regresan a la carrera. Están decididos a proteger la huida de sus familias que no son más que restos famélicos y andrajosos, luego de leguas y meses de huida.
El telégrafo, algo que escapa al entendimiento del criado de Mariano Rosas, ha corrido la voz a velocidades incomprensibles; mucho más rápido que cualquier chasqui.
El enemigo no lleva lanzas, facones y boleadoras, el tiempo histórico se ha cumplido. La vida y la muerte corren como el aliento.
El huinca extermina los pueblos en nombre del progreso, el comercio y la civilización.
Baigorrita no quiere el destierro, no le importa que sus lanceros arruguen y lo dejen solo, arde su sangre y se embriaga de rabia con sus propios alaridos.
Él mismo no sabe que su tiempo se ha acabado. La mira de un Remington hace puntería en su cuerpo, baja la orden instintiva del sargento que lo empuña hasta el dedo que oprime el gatillo.
El tiro lo baja del caballo como a un pájaro.
Malén Pailef, Aluminé Cayún, Rayén Cayún, Melí Manqué Pailef y Manquellán Pailef detienen la marcha forzada, vienen escapando, a la desbandada buscando refugio en la Cordillera del Viento, a orillas del Curileu.
En pocas horas son presos los últimos combatientes, terminados los caballos de pelea, arrasados los toldos y las sementeras, solo quedan el monte, perdidos los más viejos, que eran despenados rápidamente ni bién eran capturados o morían solos si conseguían huir.
De la chusma, solo las mujeres en condiciones de servirle a los soldados y los menores de ocho años, se salvan de ser degollados.
El resto son pasados a cuchillo, los relhué furiosos, sobrevuelan durante tres días sus cadáveres, pidiendo venganza.

III.- 18 de julio de 1879
DIce el Coronel Villegas:
“A. S.E. el Señor Ministro de la Guerra
Oficial – Según comunicaciones recibidas del Coronel [sic] Uriburu, una de las partidas desprendidas en persecucion de los dispersos de 13 del pasado, dio alcance á una [partida] de indios que huía, matando cinco, y tomando veinte y cinco de lanza y treinta y siete de chusma, con veinte y seis animales caballares, siendo en esta ocasión herido Baigorrita en el combate y murió el dia 17 [sic] de resultas de las heridas recibidas”.

IV.- 16 de julio de julio de 1879
Malén Pailef, Aluminé Cayún, Rayén Cayún, Melí Manqué Pailef y Manquellán Pailef, y Baigorrita herido, marchan con rumbo al cuartel de la IV División.
Baigorrita agoniza llegando a Chos Malal.
“La tribu de Baigorrita, ha sido desde el 13 al 20 del pasado, completamente deshecha, pues toda ella se encuentra en poder de la división del Neuquén; entre los últimos prisioneros tomados, se encuentran tres de importancia que son: “Buchá José” cristiano lenguarás y hombre de acción, que ejercía gran influencia sobre Baigorrita; “Ramon Capulnan” [?] yerno de dicho cacique, y “Huilepan” suegro del mismo”.
La partida oficial llega al pueblo recién fundado. Conducen a las mujeres y los hombres al fondo del patio que ocupa la avanzada de Uriburu, van desnudos, todos desprovistos de cualquier ropaje.
En un último acto de hipócrita reverencia cristiana, los oficiales cubren con sus capotes los cuerpos de las mujeres.
Cuatro milicos cavan una fosa de poco más de un metro de profundidad.
Todos son fusilados, incluido el gran Caciquejo que se debate entre la vida y la muerte.
Nace la primer fosa común de un genocidio que cien años después continuaría el Ejercito Argentino por orden y gracias imperial de los Estados Unidos de América.
Malén Pailef, Aluminé Cayún, Rayén Cayún, Melí Manqué Pailef, Manquellán Pailef, y Baigorrita yacen muertos en el fondo del foso.

Miguel Nieves forma parte del grupo de antropólogos forenses que buscan a los 30.000 desaparecidos.
Llegan a Chos Malal a pedido de las autoridades judiciales y algunos amigos, a extraer los restos óseos hallados por los obreros de la construcción.
Concienzudamente excavan la fosa común creyendo que aquellos restos pertenecen a la masacre más reciente.
No hay dudas, se trata de un fusilamiento, el plomo en la quinta vértebra lumbar de una osamenta, y la vaina servida hallada en torno a la excavación así lo demuestran.
Ha tomado intervención la justicia local y se ha dado intervención a la Justicia Federal.
Después de un tiempo los resultados de los análisis son irrefutables, se trata de restos de principios de fines del siglo XIX, principios del XX.
Todos las pruebas aguardan reservadas en un depósito judicial federal.
Baigorrita no descansa en paz, tampoco nosotros.