viernes, 5 de agosto de 2011

Wecufé – El Cuero

Wecufé – El Cuero
Mario Angel Alonso

A veces vacunos, otras veces alguna punta de chivas, las más yeguarizos. Cada brote de verano, Segundo Pilquiñán Jara cruzaba la cordillera desde su San Carlos natal, hasta el pueblo de Varvarco, donde vivían sus parientes argentinos.
Por cuestiones del destino y de la historia, tanto a los Pilquiñanes, como a los Jaras, les había tocado nacer de un lado y otro de la Cordillera de Los Andes, y de acuerdo a la época en que los parían eran anotados en los registros civiles de Los Ángeles o Chos Malal, siempre algunos años después del acontecimiento.
La llamaban Claraluz Pilquiñán aunque el nombre que su madre eligió para ella había sido Ailíngun . 
Era tía de Segundo y lo esperaba con algunos animales para vender del otro lado de las montañas.
Claraluz cargaba sesenta y pico de años en sus espaldas, según el documento extendido por las autoridades argentinas, aunque su tallado rostro de color oscuro y su postura orgullosa la hacían parecer más joven.
Repartía el día entre sus chivas y el oficio heredado de su kudé papai ; Ailíngun era una machi de gran sabiduría y poder curativo. 
Fue seleccionada desde muy niña por su voluntad, carácter y coraje; su abuela se le reveló en un sueño transformada en águila y no pudo escapar a la larga y penosa iniciación que la conduciría a ocupar tal autoridad en la comunidad.

Bien entrada la tarde, Segundo encaró la última cuesta que daba al cajón, luego de recorrer la costa del Río Las Truchas.
Tras la empinada altura, explotó ante su mirada la extraordinaria hermosura de los bosques de roble y las lagunas encadenadas de Epú Lauquén . Una a una las fue nombrando en voz alta,
- Las Chaquiras, La Negra y las dos, Epulauquén. Son cuatro y no dos – pensó.
Bajó lentamente el bordo por el estrecho camino, abriéndose paso de a ratos a fuerza de machete. El alazán no le fallaba a la hora de caminar entre piedras y bosques, y éste era el cuarto viaje que hacían juntos.
Al orillar el último tramo del lago Las Chaquiras echó una mirada atrás para admirar el Cerro Crestón que se alzaba gallardo dominando aquel paisaje.
El día estaba calmo y gratamente templado, apenas una brisa movía el verde follaje de robles y ñires.
Un huet huet llamaba intensamente a su pareja justo al momento de pasar las piedras pintadas, a la altura de la Laguna Negra.
El cielo azul y la cordillera reflejados en el espejo oscuro del profundo estanque lo distraían del camino. Dirigió su mirada al norte, al lugar donde estaba la cascada y fue allí que alcanzó a verlo.
La visión duró un instante en el que acudieron a su memoria todas las noches de cuentos junto al fuego, en la casa con sus hermanos, cuando su padre, de quien heredara el oficio de arriero, les narraba la fabulosa leyenda mapuche del Wecufé .
Nomás caviló un segundo y Wecufé velozmente se arrastró hasta el agua y desapareció en la honda negritud.
Por instinto tiró de las riendas y el alazán se paró en las patas, un sentimiento de profundo terror se apoderó de su pecho y echó a galopar por la cuesta pendiente abajo, hasta acabar el descenso. 
Fue a parar al llano donde comienzan los primeros ñirantales que rodean Epulauquén, en ese lugar recobró en parte el aliento.
Los próximos veinte kilómetros fueron un tormento, no podía evitar repasar cada segundo la imagen de aquella criatura diabólica. 
La oscuridad lo alcanzó llegando a la confluencia de los ríos Nahueve y Buraleo, allí pasó la noche más aterradora de toda su vida. La cercanía del río y el batir de las piedras en las aguas donde habitaba El Cuero estimularon sus sueños. 
En ellos, Segundo se veía bajando a beber al borde de un lago oscuro, donde la bestial entidad lo sorprendía extendida como la piel de un vacuno. 
Era uno grande. 
En el borde de su cuerpo unos apéndices como garras o espinas filosas como garfios y cerca de la cabeza dos tentáculos terminaban en un par de ojos desorbitados de color rojizo.
El Cuero lo envolvía clavando las garras en su espalda, mientras lo arrastraba al fondo del lago para devorarlo consumiéndole completamente la sangre y el resto de sus fluidos vitales.
Un rayo de sol dio en medio de los ojos del arriero que despertó sofocado, con las manos tirando del nudo del pañuelo que llevaba al cuello. 
Sudaba copiosamente y el pavor le apretaba el pecho.
Con el corazón a punto de saltar del cuerpo Segundo Pilquiñán Jara descubrió que aquello solo había sido una pesadilla inspirada en la visión del Cuero, la tarde anterior.
Presuroso, sin calzarse las botas, juntó los enseres, ensilló el alazán y ató las chiguas al carguero. 
Terminó de vestirse vigilando por el rabillo al traslúcido Nahueve.
Montó y enfilo a paso largo dispuesto a cubrir los últimos cuarenta kilómetros de camino que lo separaban del puesto de Claraluz en el menor tiempo posible.

Claraluz lo esperaba desde hacía varios días.
Desde lejos distinguió la figura del alazán y de su sobrino.
Segundo la estrechó en un fuerte abrazo que hizo sonar los viejos huesos de la machi.
Ella le convidó pan y tortas fritas que había amasado sabiendo que vendría. 
Puso la pava en el brasero e inició una ronda de mates.
Inmediatamente le contó su experiencia del día anterior. 
Relató todo lo sucedido en su encuentro con Wecufé, agitado, con los ojos desorbitados, reviviendo cada momento, gesticulando con las manos y el cuerpo.
Ailíngun escuchaba atentamente el relato con la vista inmóvil en la mirada de su sobrino y asintiendo con la cabeza.
Cuando Segundo hubo acabado la narración, Claraluz, que ya había adivinado que algo anormal le había ocurrido, habló.
Con voz calmada dijo:.
- Hijo mío, tenemos que volver y matar esa criatura, de no, allí esperará todo el tiempo que haga falta hasta pillar a algún desprevenido. Entre tanto se alimentará de cualquier bicho que se arrime al agua. 
Hizo una pausa, arrancó con la mano un pedazo de pan de la hogaza y le sirvió un mate. Segundo la miraba al tiempo que pensaba en el anunciado encuentro. 
- Los Wekufes son entidades vivientes, materiales, que vienen del oeste, desde fuera del Mapu , del Minchenmapu . Nacieron para perturbar el equilibrio, no tienen ánima propia. Para poder matarlo necesito ir a esa laguna, atraerlo hasta la orilla con mis poderes; debo engañarlo, confundirlo tirándole algunas ramas de alpataco, Wecufé creerá que es una presa y al apretar envolviendo, las espinas de alpataco se enterrarán en su cuerpo desgarrándolo hasta que muera.
Hacía tiempo que no se realizaba la ceremonia del Nguillatún en Epulauquén. El sitio, desbordante de natural belleza, había sido poseído por el poder oscuro de los Calcus .
Ailíngun o Claraluz, como quieran recordarla, mató al Cuero Wecufé y ese mismo verano convocó a todas las comunidades del norte de Neuquén a una rogativa.
Desde entonces quienes durante los veranos acuden a refrescarse en las aguas de las lagunas pueden bañarse en paz.

PRIMERA VISITA

PRIMERA VISITA 
Mario Angel Alonso 




El agua no llevaba ese nombre, y las gaviotas eran tungkó.

Parado frente al mar observaba esos seres alados que llegaban a la orilla junto a la luz e imaginaba su propio arribo al borde por el que trepaba el sol, Antkukó.
Siempre soñaba con llegar al otro lado y asomarse a ver que ocurría en aquellas otras tierras quiméricas.
Setiembre aún no era setiembre cuarenta mil años atrás y aquel homínido ya había atravesado caudalosos ríos y profundos lagos montado a un tronco muerto; pero esa inmensidad líquida y salada de la que brotaba la luz, ocupaba sus fantasías, lo desvelaba  y llenaba su cerebro de imágenes fabulosas.
Intuía un largo viaje; ya no podía confiar en el viejo madero.
Puso manos a la obra solitario frente a la mirada desconcertada de sus compañeros de tribu.
Cortó juncos y enredaderas, juntó maderos que habían sido derribados por un rayo unos días atrás.
El viejo tallo que lo acompañara en periplos anteriores fue quilla y base fundamental de aquella primera embarcación tantas veces ensayada en  pinturas y garabatos.
Después de un tiempo cobró forma una suerte de arca con estructura tejida, una vela cuadra y una cubierta de cuero que lo resguardaría de vientos y lluvias.
Juntó las herramientas que le acompañarían en el viaje, una lanza y su cuchilla de obsidiana, seis anzuelos de hueso, varios metros de tendones y nervios tejidos, tres odres grandes de agua de la que viajaba desde la montaña para llenar el mar, más bejucos trenzados y el tambor de caña y cuero fino que le ayudaría a soportar la travesía.
Pasó esa noche en vela, excitado, esperando las primeras señales de que Antkukó comenzaba su ascenso.
Sin mapas ni brújulas, sonriendo, echó la barca al mar.
Los otros lo llamaban Congkó y se arrimaron a la playa a mirarlo, esperando que algún arrebato marino lo hundiera para siempre.
Congkó no sabía el nombre del mes que transcurría; solo que ese era el tiempo propicio para lanzarse aguas adentro.
Zarpó de Australia y llegó a Madagascar y sin advertirlo fue el primer navegante solitario de ultramar y  el primero en visitar la cuarta isla más grande del mundo.
Hace tres días en las arenas de las playas de Sambava, a orillas del océano Indico, el arqueólogo Michael Heckenberger comenzó el rescate de una antigua barca de mimbre, maderas y cuero.
Un cuchillo y una punta de obsidiana lo orientan acerca de la procedencia del hallazgo.
Cerca de cuarenta mil años atrás un navegante surcó la mar desde alguna tierra lejana; no hay obsidianas en Madagascar.
Michael observa los anzuelos rudimentarios e  imagina el rostro de Congkó.